El Peligro de Juzgar y Señalar a los Demás
--Soy, he sido y seré transparente. Por eso, no tendré recato en juzgar y condenar a ningún corrupto--. Lo dijo tajante. La televisión captó su rostro, se mostraba duro, inflexible. Era el Fiscal General de su país. Sinónimo de justicia para muchos, adalid de la verdad, para otros.
Pero no pasó mucho tiempo antes que fuera sorprendido en un delito grave. Pensó que nadie se daría cuenta. Trató de ocultar evidencias. No fue posible evitarlo. Cayó en desgracia. Y aquél que había llevado a muchos tras las rejas, por considerarles corruptos, fue a parar a una celda igual de fría y hostil... acusado de corrupción...
Condenar a los demás es una de las tendencias más comunes hoy. Muchos sólo miran los errores de quienes les rodean. Se especializan en descubrir fallas. Apenas conocen a alguien, comienzan a examinar dónde están sus puntos débiles para proceder a criticarle...
Quien señala, se causa daño a si mismo
Preocuparnos por los errores de nuestro prójimo, sin razonar que nosotros cometemos iguales faltas o aún peores, nos causa daño. Si bien es cierto criticar causa perjuicio, el mayor problema es para nosotros porque jamás encontraremos nada positivo en las personas ni en la vida.
Un ejemplo interesante lo podemos encontrar en el pasaje que relata el evangelio de Juan, capítulo 8 versículos del 1 al 11. Leyéndolo despacio, degustando cada palabra, encontraremos una radiografía de la actitud que muchos asumen... (asumimos, permítame incluirme)...
“Entonces los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio” (versículos 3 y 4).
Si nuestra forma de mirar a quienes nos rodean, deja de estar gobernada por la crítica y el señalamiento, de seguro nuestra vida será diferente. Pero llegar a este punto necesariamente requiere que cambiemos nuestra actitud (Compárese con Lucas 11:34).
La misericordia por encima de los paradigmas
Es cierto que hay quienes cometen errores... Pero el hecho de que, quienes están a nuestro alrededor fallen, no puede llevar a ser inmisericordes. Aplicar correctivos sin preocuparnos por los sentimientos y vida de los demás, no es más que legalismo. Es actuar sujetos a casillas y paradigmas que no queremos cambiar. Son reglas que no queremos ni nos atrevemos a modificar.
“Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (versículo 5).
Los escribas y fariseos sólo esperaban autorización para apedrear la mujer. Descargar toda su religiosidad en aquella adúltera. Tal vez muchos de quienes estaban en pié, acusándola, habían cometido el mismo pecado pero no querían admitirlo.
En ocasiones somos duros e inflexibles al calificar las faltas de los demás. Pero cuando somos nosotros quienes fallamos, nos justificamos e incluso, tratamos con indulgencia el error. “Pecar es de humanos” solemos decir...
Jesús perdona nuestros pecados
Lo que olvidamos con mayor frecuencia es que si nuestro amado Señor perdonó nuestros pecados en la cruz, nosotros no tenemos razón para condenar a los demás y guardarles rencor...
Leí acerca de alguien que perdonó al hombre que atentó contra su vida. Estuvo a punto de cegarle la vida. Apenas salió de su estado de coma, y reaccionó, lo primero que hizo fue perdonar a su agresor. “¿Por qué lo haces, si estuvo a punto de matarte?” le preguntaban con frecuencia. Y él se limitaba a responder: “Si el criminal se arrepiente, Dios lo perdona. Si el Todopoderoso lo hace ¿Por qué no habría de hacerlo yo?”.
“Y como insistieron en preguntarle, (Jesús) se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (versículo 7). La respuesta de Jesús los confrontó. Les tocó el corazón. Les hizo reflexionar que ellos también fallaban...
Ser honestos, un paso decisivo para cambiar...
Hay quienes jamás admiren sus errores. Agreden, ofenden, calumnian, pero no reconocen sus actuaciones. Es como vivir en una cárcel creyendo que los barrotes son adornos. Se engañan a sí mismos. De ahí que sea importante que hagamos un cuidadoso examen a nuestra existencia. Es un paso fundamental antes que avanzar en el cambio que tanto anhelamos.
“E inclinándose (Jesús) de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al ir esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno comenzando desde los más viejos hasta los postreros y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio” (versículo 9).
El comienzo de una nueva vida
Cuando reconocemos nuestros pecados, nos arrepentimos y descubrimos la necesidad de emprender una nueva vida, el Señor Jesucristo nos ofrece esa nueva oportunidad. El no vino para condenarnos, sino para ofrecer el comienzo de una nueva vida. “Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (versículos 10,11).
El pasaje no relata qué ocurrió después, pero lo más probable es que la mujer, tras recibir el perdón del Maestro, no volvió a caer en adulterio. Por el contrario, agradeció la oportunidad, y desde aquél traumático incidente, su vida... ¡Jamás volvió a ser la misma!
Hoy es su día de cambio...
Usted que nos acompañó a leer este pasaje, es probable que haya reflexionado en la necesidad de cambiar. Reconoce que su vida debe ser transformada. Permítame decirle que eso sólo es posible cuando le permitimos a nuestro Señor Jesucristo obrar en el corazón. Decirle: “Señor Jesucristo, reconozco mis pecados y que tú me perdonaste, con tu muerte en la cruz. Entra en mi corazón y haz de mí la persona que tú quieres que yo sea”. Amén.